12 junio 2008

El cuerpo habla

En la primera clase de ejercicios de análisis de texto (sobre textos líricos), pasó algo muy interesante y que, personalmente, me gustó mucho. Esta entrada es sobre eso.

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En el curso vimos que el origen de la poesía puede haber estado vinculado al canto que acompañaba las celebraciones rituales o festivas, junto con la danza, la música, la pintura (hecha sobre la pared de una caverna, por ejemplo, o sobre el propio cuerpo), etc. El desarrollo de nuestra especie parece haber ido por el camino de separar lo religioso de lo educativo, lo festivo, lo mágico (cuyo desarrollo moderno sería lo científico), etc.

En El placer del texto Barthes dice que el cuerpo no tiene las mismas ideas que uno (“Le plaisir du texte, c’est ce moment où mon corps va suivre ses propres idées – car mon corps n’a pas les mêmes idées que moi”). Es más, el cuerpo tiene un lenguaje que no es el de las palabras (Barthes no aborda esta cuestión, quizás porque el tema de su ensayo es, justamente, aquello que el lenguaje del texto y el del cuerpo comparten, la dimensión, el efecto o los espacios en que coinciden o dialogan). Para explicar esta concepción del texto Barthes usa como referencia o comparación las concepciones del cuerpo. Hay varios cuerpos, explica: está el cuerpo que ve y del que habla la ciencia, por ejemplo (el cuerpo de los anatomistas, de los médicos), y luego –o más bien “antes”– otro cuerpo, muy distinto: un cuerpo de placer, “hecho enteramente de relaciones eróticas”. Así también ocurre con los textos: está el texto de los gramáticos, los críticos, etc., y hay otros (u otras formas de leer los textos), entre ellas el texto de placer (o el momento en que “el lector de texto [...] toma su placer” [“le lecteur de texte, dans le moment où il prend son plaisir”]).

En la primera clase de ejercicios prácticos examinamos primero un poema relativamente ‘cerebral’, luego uno de Rubén Darío, con abundantes y complejos recursos formales, y por último uno de Idea Vilariño. En un momento noté que, a diferencia de lo ocurrido con los textos anteriores, varios de los estudiantes que hablaban de este tercer poema movían mucho las manos: al tratar de explicarlo hacían gestos en el aire, como si estuvieran tocando o dando forma a algo. Por algún motivo, pareciera que algunos textos literarios, o algunas lecturas, involucran a nuestro cuerpo más que otras. Al explicar lo que encontraban en los primeros textos, los estudiantes hablaban del funcionamiento de un aparato (en eso consistía el ejercicio, por cierto: una descripción técnica de la estructura del texto). Pero ante este poema, en cambio, naturalmente empezaron a moverse y gesticular al hablar. Parecía como si las palabras solas no pudieran ser eficaces o suficientes para referirse a lo que habían leído, o solo pudieran hacerlo si eran ayudadas por las manos, los brazos, el cuerpo. Era como si el cuerpo también empezara a hablar, o mejor dicho: como si se empezara a hablar no solamente con las palabras sino también con el cuerpo.

Esto de que el cuerpo empieza a hablar recuerda a ese momento que menciona Barthes, cuando el cuerpo “se va tras sus propias ideas, que no necesariamente son las mías” (cuando Barthes dice “mí” podemos pensar en nuestra dimensión mental, consciente). De hecho, lo que me hizo fijarme en que estaban gesticulando fue que en un caso esos gestos no eran del todo coherentes con lo que la persona estaba diciendo: si no recuerdo mal señalaba la existencia de un ritmo constante y unidireccional, pero movía las manos haciendo círculos, como si siguiera una cadencia repetitiva (su cuerpo tenía “otras ideas”).

Barthes dice que una de las cosas que distinguen a los textos literarios (y podríamos decir: a las experiencias estéticas), es eso: movilizan algo más que a la gramática. En particular, movilizan a nuestro cuerpo, en un punto que se encuentra como más allá -o mejor dicho “más acá” (o “antes”)- del propio lenguaje, o de la conciencia. En ese otro espacio (ese “más acá”), el que habla no es solo el lenguaje ni el yo consciente. Podemos hablar, por ejemplo, con el cuerpo (incluso sin darnos cuenta). Barthes diría que el cuerpo que habla entonces es lo que él llama “el cuerpo erótico”.

De alguna manera, eso que pueden producirnos algunas obras de arte sugiere quizás una arcana conexión con aquel hombre primitivo que pintaba un bisonte en una caverna, mientras a su alrededor sus compañeros cantaban y danzaban. Aquello era algo muy distinto a la quietud y el silencio de cuando leemos hoy (como dijimos alguna vez en clase, el “arte” primitivo quizás se pareciera más a una hinchada cantando y saltando en la tribuna de un estadio que a un público sentado en un teatro). Ritual, festejo, transmisión de información, experiencia sensorial intensa o "sobrenatural" (mística, p. ej., si me permiten el anacronismo), estaban entonces más integrados, o menos disociados, al igual que quizás lo estuvieran las dimensiones que hoy llamamos “mental” y “física” (o incluso “espiritual”). Nuestra especie parece haber tomado un camino que la alejó de esa situación. Nuestros lenguajes se volvieron muy sofisticados, pero a menudo muy especializados en operar desde lo mental, por así decirlo (de hecho, cuando otras esferas de nuestra persona irrumpen en nuestra habla solemos considerarlo un “lapsus”, un desvío equívoco: como si lo único “propio” fuera lo racional y consciente).

Algunos lenguajes y algunas prácticas simbólicas, sin embargo, parecen operar con esas ‘conexiones’; dan a veces la impresión de funcionar en una forma que parece favorecer una suerte integración mayor, por así decirlo, que la que proponen los demás lenguajes y prácticas. Por eso no es extraño que puedan movilizar tan fácilmente y de manera espontánea cierta corporalidad. La experiencia artística ha sido vista muchas veces como una suerte de vestigio de las dinámicas integrales que habrían practicado más frecuente y/o intensamente nuestros antepasados. Algo similar, observa Barthes, podría decirse de la experiencia erótica.

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