27 mayo 2008

Adaptabilidad: de la herramienta y del usuario

[Nb: Esta es una "entrada" inusualmente larga.]


En la clase del lunes 26, durante la charla previa, próxima a la libre asociación de ideas, que a veces nos sirve como “entrada en calor”, hablé de las influencias posibles que puede tener sobre las personas la creciente adaptabilidad de las herramientas. El punto de partida fue la pregunta acerca de si la creciente adaptación de las herramientas a las necesidades de los usuarios no vendría acompañada de una cada vez menor capacidad de los usuarios para adaptarse a la herramientas y, por extensión, para adaptarse a lo nuevo, distinto o inesperado. La pregunta refería a la literatura en la medida que, como vimos, una de sus principales funciones sociales es ser un uso intenso de la herramienta básica y por excelencia de nuestra especie: el lenguaje. La literatura usa y nos entrena en el uso del lenguaje en formas complejas heredadas, a la vez que en formas nuevas. Pero además, la literatura, como el arte en general, a menudo opera no solo sobre nuestro uso de la herramienta lenguaje sino también sobre nuestra concepción y nuestra práctica acerca de lo que es usar esa herramienta –y, en general, de lo que es usar una herramienta–. En tal sentido, la cuestión que plantea una innovación tecnológica no es esencialmente distinta de la que plantea un nuevo estilo o una nueva forma artística.

La cuestión refiere pues de modo muy amplio y genérico a los instrumentos y los medios: desde la tecnología material (como una computadora, un programa de software, una tijera o un medicamento), a algo como el lenguaje, que es muy distinto a los ejemplos anteriores pero que también es un “medio” (en el doble sentido de la palabra: “el medio de lograr algo” y “el medio en el que vivimos”). Como el lenguaje, también tijeras, computadores, programas o medicamentos forman el medio en que vivimos, a la vez que son medios para obtener determinados efectos o resultados.

Ante un objeto cuyo diseño es único o al menos limitado (con pocas variantes), y rígido (no flexible), el usuario está obligado a adaptarse al mismo, volviéndose él mismo variable y flexible. Debe, por ejemplo, desarrollar una forma propia de usar ese objeto para aprovecharlo de la mejor manera. Así hacemos los zurdos, por ejemplo, en una cultura material que está diseñada predominantemente para ser utilizada por diestros: debemos desarrollar una forma nueva, nuestra, de sentarnos y escribir, cuando usamos para ello una silla de clase cuyo apoyo para el cuaderno se halla a la derecha; mientras que los diestros simplemente pueden sentarse y escribir cómodamente apoyados en el respaldo, nosotros debemos desarrollar (y la mayor parte de las veces lo hacemos inconcientemente), una posición corporal que nos resulte cómoda: debemos acomodar el cuerpo, como se dice, a ese instrumento que ha sido diseñado para otros que nosotros (es, en síntesis, una cuestión de ergonomía, como se dijo en clase).

El ejemplo usado en clase fue la relación entre la herramienta y la mano, o el brazo: si la herramienta no se ajusta al miembro, este deberá ajustarse a la herramienta. Cuando usamos tijeras demasiado grandes o demasiado chicas es probable que pronto se nos formen marcas y experimentemos dolor, pero luego termina por formarse un callo y/o aprendemos a colocar y mover los dedos de otro modo; la mano se vuelve así más apta para el empleo de la tijera: se ha adaptado a ella.

Nuestra cultura material parece apuntar a una creciente diversidad y flexibilidad de los medios: una creciente adaptación o adaptabilidad de la tijera a nuestra mano, de la silla de clase a nuestras particularidades (la de ser diestros o zurdos, por ejemplo), del programa de software a nuestras necesidades, del medicamento a nuestro organismo, nuestra dolencia y/o nuestro deseo, del diseño a nuestro gusto o a los distintos empleos posibles del objeto, etc. La cuestión planteada en clase es si esa creciente diversidad, adaptación o adaptabilidad no requiere mucho menos versatilidad o adaptabilidad por parte del propio usuario y, de ser así, si ello no contribuye a un menor desarrollo de sus capacidades de adaptación. En términos de mercado, el consumidor es cada vez más “contemplado” en sus peculiaridades, pero cabe preguntarse qué ocurre en términos de la persona. Como quizás sepan, la etimología de "persona" deriva de la máscara que usaba el actor; es decir: "persona" referiría a la versatilidad de la identidad individual en las distintas situaciones ante las que uno se encuentra y en la que uno se presenta. Dicho de otro modo: podríamos pensar que la "persona" es aquella dimensión de la identidad que se presenta en cada situación y que interactúa con ella.

Es de esto último, de la interacción, que estamos hablando: el individuo deja una impronta propia en la situación, pero la situación experimentada también la deja en el individuo. Es en esta escena doble, o en esta doble dimensión, que se desarrolla eso que llamamos “identidad” y cabe preguntarse, entonces, cómo afecta a la persona (a lo que significa ser una persona, incluso), esta creciente adaptación y adaptabilidad de los medios. En el ejemplo de la identidad personal, la cuestión referiría a la creciente adaptación y adaptabilidad de las situaciones: piensen en cómo las formas de interacción social se han multiplicado, diversificado y flexibilizado (suele decirse que hay menos "retricciones" o "constricciones", más "libertad"), ofreciéndose al individuo nuevas posibilidades de interacción social, a la vez que se le requiere menos ‘adaptabilidad’ a los modelos de interacción social (en vez de tener que adaptarme a unas pocas y altamente estructuradas formas de interacción, puedo elegir entre muchas y muy flexibles, escogiendo aquella/s en la/s que me sienta más a gusto).

En tal sentido, podemos preguntarnos si el hecho mismo de ser contemplados (en el sentido de cuidados, de atendidos), por la oferta de posibilidades no desestimula la relación activa en el empleo de aquello que se nos ofrece y estimula, pues, que nos volvamos más bien “contempladores” (no tanto actores sino espectadores, por así decirlo). En el ejemplo de la tijera, sería el caso de que al haber toda una gama de tijeras, cuyo diseño ergonómico permite que casi cada usuario pueda disponer de una que se ajusta perfectamente a su mano, nadie sufrirá al tener que usarlas durante un largo tiempo, pero tampoco deberá desarrollar un callo o formas propias de usarlas: ni su cuerpo ni su dinámica corporal deberán “entrenarse”. Es decir: si no estaremos menos "entrenados" -y con menos capacidad o tendencia a entrenarnos (menos "entrenables"); es decir: menos flexibles.

La capacidad de adaptación es un aspecto fundamental para pensar la relación con los medios y, en lo que nos importa, con el lenguaje en tanto medio. Como recordarán, el tema salió anoche en la conversación con respecto a los parciales, y en particular la práctica del discurso técnico (la función de las estructuras formales en el discurso técnico, la necesidad de establecer protocolos de comunicación que permitan una discusión pertinente y eficaz, etc.; en suma: las condiciones en que se dialoga en el marco de una disciplina determinada –en nuestro caso, los estudios literarios–). El último ejemplo mencionado en clase refería específicamente a ese aspecto y fue lo ocurrido el año pasado con el blog. Desde el comienzo, el blog recibió aportes de los estudiantes de manera relativamente estable y continua, más allá de las variaciones previsibles. Algunos aspectos del protocolo comunicacional habían sido explicitados de antemano (pertinencia de los contenidos, etc.), pero llegado un momento se hizo necesario explicitar otros aspectos, que inicialmente se habían dado por sobreentendidos (cosas muy básicas como usar mayúsculas al comienzo de la oración, revisar y corregir los errores de tipeo –p. ej. “cad avez”, en lugar de “cada vez”–, etc.). A partir de esa fijación o ampliación del protocolo los aportes se interrumpieron.

Esta paralización parece no ser una casualidad sino vincularse al menos en parte al requerimiento de que el usuario se adapte al medio (en este caso, a ciertos protocolos que parecen elementales en un blog universitario de teoría literaria). Uno de los factores que pueden haber influido en ello (entre otros, de los cuales uno podría ser, por ejemplo, el tono del anuncio, que puede haber resultado inhibitorio para algunos usuarios), es que se había desarrollado una imagen y un uso de ese medio (el blog), que no incluían esa actitud de adaptación que se requería. El blog, así como el chat y el mensaje de texto, son medios altamente informales, que suelen favorecer la “expansión” o “naturalidad” del usuario (esta es una de sus principales características cuando se los compara con la forma en que suele usarse otros medios de comunicación como la oralidad presencial, la conversación telefónica o incluso el correo electrónico). La comunicación en un entorno técnico y universitario, por otra parte, supone la aplicación de un sistema de protocolos comunicacionales mucho más formalizados (con menos margen para la dimensión de lo individualidad y lo espontáneo, por ejemplo). En este caso, el soporte físico (blog), es un instrumento al servicio de un género discursivo (discurso técnico, intercambio universitario), que no es el que más frecuentemente asociamos a él y para el cual solemos usarlo. El uso que solemos hacer de ese medio (blog) y la imagen que tenemos del mismo forman una unidad. Todo soporte y toda género discursivo operan asociados a ciertas imágenes (ciertas ideas, explicitas o implícitas), acerca de ese soporte o ese género, así como a ciertos usos. Todo usuario emplea un soporte y participa de un género a través de estas imágenes y estos usos, que determinan su capacidad en tanto usuario. En el curso hemos visto que un soporte como el libro, por ejemplo, no funciona asociado a las mismas imágenes que una revista, o un texto electrónico, o uno trasmitido oralmente. Otro tanto pasa con un género discursivo como la literatura. Y lo mismo puede decirse acerca de los usos que tendemos a hacer del soporte libro y del género literatura. Sabemos que nuestra concepción de la literatura se vincula estrechamente al libro: la imagen que tenemos y el uso que hacemos del soporte libro se asocia más con las del género literatura que con el soporte oral o el género payada, por ejemplo. Nuestra concepción y nuestra práctica de la literatura, lo hemos visto, tiene mucho que ver con el libro. Es conocida la dificultad que muestran los estudios literarios para abordar géneros como la payada, la poesía oral o la canción.

La imagen que tenemos de un medio y el uso que hacemos del mismo están pues estrechamente vinculadas. Son, de hecho, dos caras del mismo papel: uso el instrumento según la imagen que tengo del mismo y la imagen que tengo del mismo se forma según el uso que hago de él. En el caso del lenguaje, uso una variante más formal o más informal, según los casos (en clase o en el trabajo hablo de un modo, en el bar de otro, en casa de otro, etc.; en mi trabajo con mi jefe o en casa con mis padres quizás no hablo del mismo que con un amigo que vino de visita, o con un compañero de trabajo), y no es posible separar del todo o incluso distinguir entre la idea que me hago del modo de hablar que requiere cada situación y el modo en que hablo en cada una (la “imagen” de cómo debe usarse el lenguaje en cada caso y el “uso” que en efecto hago del lenguaje). Por eso sería más apropiado, quizás, hablar de un uso/imagen o de una imagen/uso. [Esto se vincula a la relación entre saber qué y saber cómo, y desde un punto de vista más general al concepto de “sensorio”, conceptos que hemos explicado en clase.]

Pero “uso” e “imagen” son dinámicos: cada ocasión en que se usa un medio es una intervención en el mismo, aporta una pequeña impronta en el uso/imagen del mismo (cada empleo “convencional” contribuye a confirmar la imagen/uso recibida, cada empleo “peculiar” contribuye a dinamizarla, ponerla en cuestión o transformarla). Esto es particularmente relevante en la literatura, un medio caracterizado, entre otras cosas, por conceder un especial interés a la relación entre el código establecido y las variantes que introduce cada intervención (cada obra). Así, anoche vimos que uno de los atractivos de Quiroga puede ser cómo retoma códigos conocidos (géneros discursivos convencionales, como el discurso científico, la literatura fantástica, etc.) y los combina, produciendo así nuevos usos de los mismos y afectando así, a la vez, la imagen que tenemos de esos géneros y de las relaciones entre ellos.

Una de las funciones de la literatura sería, precisamente, operar sobre los distintos usos/imágenes que tenemos de los códigos recibidos (y en particular de los códigos discursivos, como según vimos hace Quiroga), ya sea confirmándolos, legitimándolos, o expandiéndolos, ya sea alterándolos o desestabilizándolos, ya sea desnaturalizándolos o sustituyéndolos por otros. En el caso de Quiroga, una interpretación posible sería que a menudo su obra, por un lado, afecta ciertos códigos de la literatura fantástica, en la medida que sus relatos con frecuencia brindan una explicación cientificista completamente “lógica” de lo que podría parecer un misterio insondable, una dimensión sobrenatural, o un producto del Destino, por ejemplo; pero por otro lado, ello no convalida el código científico: difícilmente pueda decirse que cuando al final de “El almohadón de plumas” se nos informa la causa natural de la muerte de Alicia, ello resuelva la inquietud y el tono ominoso que dominan el relato. La ‘explicación científica’ se impone en una dimensión superficial, pero no alcanza para anular una cosmovisión fatalista más profunda.

El de Quiroga es un ejemplo de operación sobre el uso/imagen de ciertos medios (en su caso se trataría de ciertos tipos de discursos). Algo similar podemos ver en el metadiscurso literario (la crítica literaria, p. ej.): una nueva interpretación de la obra de Quiroga incide en nuestra imagen de la misma y en nuestra forma de usarla (de leerla): veremos (leeremos) cosas que antes estaban allí pero no veíamos, y habrá otras que veremos menos (les prestaremos menos atención, contribuirán menos a nuestra visión general del texto y/o del autor, etc.). La propia teoría literaria opera en la misma dirección: en la medida que afecte nuestra imagen de qué es la literatura, cómo opera, para qué sirve, etc., afectará nuestro uso de la literatura (leeremos de otro modo un texto literario, leeremos como texto literario algo que antes no “usábamos” así, o no leeremos tan ‘literariamente’ un texto que antes podía representar para nosotros –o podíamos usar como– emblemático de lo literario, por ejemplo). Algo similar ocurre en la comunicación cotidiana. Una situación de clase donde el docente y/o algunos estudiantes usen un alto nivel de formalidad, o al revés, de informalidad, no solo afecta a la forma en que tenderá a desarrollarse esa situación de clase sino que incide en la imagen/uso que los usuarios tienen del medio, y ello repercutirá en la forma en que participan en otras situaciones comparables (es decir: en la forma en que usan otros medios similares).

Todo medio supone una codificación: no se puede usar la tijera, el medicamento o el lenguaje de cualquier modo, y el modo en que podemos usarlos (su uso), es solidario con lo que ellos son para nosotros (su imagen).

Sabemos pues que los medios inciden sobre los usuarios y estos sobre los medios, que ello opera en una doble dimensión (uso/imagen), y que la literatura es un tipo de medio particularmente volcado a reflexionar y a operar sobre sí misma como medio, sobre la forma en que usamos dicho medio y sobre la forma en que usamos los medios en general. Volvamos ahora a la cuestión inicial: si la creciente adaptación y adaptabilidad de los “medios” puede vincularse con un menor ‘entrenamiento’ de los usuarios a la hora de adaptarse ellos mismos a los medios y, por extensión, a una menor capacidad de adaptación y flexibilidad por parte de las personas en una cultura donde los medios se vuelven, precisamente, cada vez más “personalizados”. Una forma utilitaria de plantear la cuestión sería preguntarse si, en un mundo en el que supuestamente la adaptabilidad y la flexibilidad serían condiciones cada vez más estimuladas y más requeridas en el individuo, ciertas condiciones no favorecen justamente lo contrario: una capacidad decreciente de negociación con los códigos, estructuras, protocolos, formalizaciones.

Pero es obvio que a este cuadro le falta una parte importante, que no fue mencionada en clase pues no era esa la parte de la escena en que se quería poner énfasis. Es notorio que la transformación de los medios se produce a una velocidad tal que requiere a cada individuo una adaptación permanente a las “nuevas tecnologías”: si cada vez tenemos que adaptarnos menos a los medios existentes (por así decirlo), cada vez tenemos que adaptarnos más a la relación con medios nuevos o con formas novedosas de los mismos medios o, para volver a la expresión usada más arriba, a los cambios en la imagen/uso –o el uso/imagen [lo que prefieran]– de los medios. El programa de software se adapta a mí, pero luego cambia (se lo sustituye por una nueva versión), y yo debo adaptarme a esa transformación y aprender a usarlo, de la misma forma que la mayoría de quienes tenemos más de 40 debimos adaptarnos, en algún momento, al uso de teclados como parte elemental de nuestro espacio cotidiano en el entorno doméstico, laboral, etc.

En mi caso, por ejemplo, un momento de inflexión en esa historia ocurre a los 6 años, con el muy elemental teclado de un televisor en blanco y negro, al que seguirán luego muchos otros aparatos (radiograbadores, computadora, etc.), los cuales fueron transformando de manera bastante espectacular mi sensorio, en tanto usuario. Pero no se trata solo de un aumento de los aparatos a ser operados con un teclado, por supuesto, sino de la relación distinta con ellos. Esas distintas relaciones, por supuesto, no son solo las del individuo sino también las de la sociedad, así como la incidencia de esos cambios no involucran solamente modificaciones entre la tecnología, por un lado, y un agente humano, por otro (un individuo, una familia, una sociedad, etc.), sino que alcanzan también a las relaciones entre los agentes humanos. A los 6 años no me era permitido, como no les era a algunos otros niños de la misma edad en esa época, manipular el teclado de la televisión. La historia de muchos niños de 6 años hoy es bien distinta: su relación de usuario con los teclados y las normas que rigen el uso de los mismos (dicho de manera general: la formalización o codificación social del uso/imagen de los medios), son muy diferentes, y esas diferencias abarcan tanto las competencias del usuario (los niños de 6 años con frecuencia saben manipular buena parte de los teclados con los que conviven en el espacio doméstico o escolar), como las normas dentro del espacio íntimo/familiar (en muchos hogares se considera natural y permisible que un niño de esa edad opere ciertos teclados), la configuración de los límites y transiciones entre los distintos espacios sociales e incluso las funciones sociales y los lugares de agencia de cada individuo dentro del núcleo familiar (hay niños que explican a sus padres u otros mayores el uso de un teclado u otra “nueva tecnología”, lo cual supone una transformación radical –una inversión–, del uso/imagen de los roles en diversas estructuras –la familiar, la generacional, la etaria, etc.–).

La pregunta acerca de la adaptabilidad no se formularía pues en términos de “más” o “menos” adaptabilidad, sino de qué tipo de adaptabilidad: adaptabilidad a qué, de qué manera, en qué sentido, etc.

Una segunda cuestión ó pregunta sería la siguiente, que supondría empezar todo de nuevo, quizás, desde otra perspectiva: la velocidad de la adaptación y de la adaptabilidad. Una característica muy conocida del actual escenario de nuevas tecnologías y de las transformaciones en los medios es la velocidad de los cambios y por ende la velocidad de adaptación que se requiere de los usuarios. Pero que buena parte de los usuarios (no todos), puedan, al menos hasta ahora, adaptarse a la velocidad necesaria (aprender lo suficientemente rápido a operar el nuevo aparato o a interactuar en el nuevo código), no significa que las personas puedan hacerlo. Es decir: saber operar un aparato (dominar la mecánica de su funcionamiento, por así decirlo), no quiere decir que seamos capaces de incorporarlo orgánicamente a nuestras vidas, usarlo en el marco de nuestra existencia como sujetos, hacer de él, para hablar esquemáticamente, una herramienta de nuestra subjetividad (un medio donde la misma se desliega y se construye). Y mucho menos quiere decir que las sociedades puedan hacerlo. Los medios (las tecnologías materiales, conceptuales, comunicacionales, etc.), son una de las bases del tejido social, de la cultura entendida en un sentido amplio (una base material, pero también simbólica, dos dimensiones que forman una integridad, como la de uso/imagen, o como significante/significado). ¿Qué ocurre si la transformación tecnológica del medio no es acompañada con una transformación de las formas de integración que hacen al sostén de ese tejido?

Hay incontables historias sobre cómo la incorporación de una tecnología ha producido desastres en una sociedad determinada, pues no estaba "preparada" para ella, aunque fuera capaz de aprender a operarla. Es, por ejemplo, el caso de un antropólogo que introduce un hacha u otra tecnología nueva en un grupo, a fin de contribuir a su mejoramiento, pero con efectos catastróficos: el entramado social no es capaz de responder orgánicamente a esa intervención, a ese cambio radical en el medio, y el tejido social se desgarra.

Hasta ahora la mayor parte de esas historias refieren a casos en que grupos más o menos definidos eran repentinamente expuestos a una tecnología introducida desde afuera (pues como vimos a propósito del artículo de Benjamin, las transformaciones tecnológicas en el interior de una sociedad suelen corresponderse estrechamente a los caminos que dicha sociedad está transitando). Ahora parece que una transformación tecnológica abrutpa pudiera producirse ya no solo en la dimensión espacial (algo llega desde afuera), sino también en la temporal (algo llega muy pronto).


Sería bueno terminar con una cuestión más específica a nuestro objeto, los estudios literarios. (Y terminar en un tono menos apocalíptico, también.)

La charla de anoche en clase terminó con una pregunta: ¿cuál es el lugar de la literatura en esto?

La literatura, como hemos visto, funciona entre otras cosas como un uso del lenguaje donde la adaptación y adaptabilidad es llevada a un extremo. Es el caso, por ejemplo, de lo que vimos en el texto de Barthes: el uso/imagen del texto literario, a diferencia del uso/imagen de casi cualquier otro discurso, habilita cosas que otros discursos no habilitan. Puede habilitar, por ejemplo, incluso algo que para casi cualquier otro discurso sería ‘aberrante’, como la posibilidad de transgredir el principio de no contradicción. Como dijimos en clase, la literatura es un medio donde es posible producir simultáneamente estas dos informaciones: “esto es una mesa” y “esto no es una mesa”, y que ambas sean reconocidas, aceptadas y empleadas de manera eficaz por el usuario de manera simultánea. Pero al mismo tiempo –y quizás, en última instancia, por las mismas razones– la literatura es un medio que requiere al usuario una enorme capacidad de adaptación; para empezar, porque la literatura suele producir una intervención transformadora casi constante en sí misma (es decir, es un medio que produce enormes transformaciones en el propio medio, como también hace, por ejemplo, la informática, y como en general las tecnologías hacen cada vez más intensamente), lo cual desestabiliza el conocimiento y prácticas usuales (el usuario se encuentra a menudo con que el uso/imagen que trae consigo no le alcanza para comprender ni para usar el objeto que se propone usar: ante un nuevo estilo o ante un nuevo género o incluso ante un nuevo texto parece que tuviera que aprender a leer de nuevo, por así decirlo).

Ser un usuario competente en dicho medio (saber usar ese complejísimo teclado que es un texto literario), supondría, para empezar, ser capaz de operar flexiblemente sobre axiomas como el principio de no contradicción, por ejemplo, pero además ser capaz de adaptarse a las transformaciones o inflexiones que cada texto puede introducir en el medio (en los códigos, en las prácticas, en las imágenes y usos de los mismos que tenemos incorporadas y que somos capaces de aplicar). En tal sentido, así como Barthes, en otro sitio, llama a la literatura una “suma de saberes”, podríamos decir que ella es un medio –una tecnología– que opera como una suma de medios o de tecnologías pero también (y esto parece lo más importante aquí), como una suerte de metamedio o metatecnología: un medio o tecnología que además de reproducir y transformar el uso/imagen de si misma como tecnología crea formas nuevas y (como todas las demás, pero con una particular intensidad, que solo algunas comparten), produce modificaciones sobre el uso/imagen de los medios y las tecnologías en general. De esto estábamos hablando anoche en clase cuando discutimos sobre cómo Quiroga pone en tensión y hasta cierto punto transforma nuestra visión y relación con (nuestra imagen/uso de) lo ominoso, lo científico, lo casual, lo predestinado, etc.

La literatura modifica constantemente el uso/imagen de sí misma, pero también, al hacerlo, el uso/imagen de otros medios, y la propia noción de lo que es el uso y lo que es la imagen. Unas líneas más arriba usé el verbo “habilitar” para referirme a lo que la literatura hace posible. En los programas de software estamos acostumbrados a la opción binaria habilitar/inhabilitar. De algún modo, la literatura, en tanto metamedio, opera en buena medida en un sentido similar, solo que de manera mucho más compleja y rica que la de una polaridad. La literatura habilita opciones latentes o que se hallaban en stand by, activa dispositivos, pero además es capaz de transformar o contribuir a transformar las opciones y los dispositivos existentes e incluso crea o contribuye a crear otros nuevos. Y por lo tanto también puede inhabilitar otros: el caso más célebre es quizá la idea (históricamente equívoca, seguramente, pero útil como ejemplo didáctico), de que el Quijote habría hecho caducar o habría vuelto inviable el género de novelas de caballerías.

Para poner ejemplos conocidos y extremadamente simples, limitados a una sola palabra y que han sido mencionados varias veces en clase, pensemos en los términos kafkiano y quijotesco. Un texto (o un personaje de ese texto) y la producción literaria de un individuo (o un aspecto de esa producción), introducen una nueva modulación en nuestro uso del lenguaje, en la forma en que este modela la realidad y da cuenta de ella. La literatura es pues una herramienta que transforma (nuestra visión de, nuestra relación con) la realidad: gracias a ella podemos nombrar algo que hasta entonces no tenía nombre. Pero, ¿existe aquello que no tiene nombre?, ¿existe algo que no podemos pensar, ver, usar?, ¿qué existencia es la de lo que no posee una imagen ni un uso (una imagen/uso)?, ¿qué existencia es la de lo (que es solo) intuido?–. Las preguntas pueden formularse de otro modo: ¿La obra de Cervantes y la de Kafka nos permiten reconocer algo que no había sido aún conocido, pero que de algún modo sabíamos? Desde este punto de vista, una forma de describir la literatura y en general el arte sería la de que la obra de arte es capaz de decir algo que todavía no se sabe y que ahora, al ser dicho, nombrado, figurado, ingresa al espacio de lo sabido (conocido): a partir de entonces podemos desarrollar una imagen/uso de ello. La cuestión no sería tanto si lo kafkiano o lo quijotesco son aspectos de la realidad pre-existentes a Kafka o a Don Quijote (es decir: si había situaciones “kafkianas” o empresas “quijotescas” desde antes, quizá desde siempre, solo que no teníamos un nombre que nos volviera visible esa categoría, esa particular forma de ser de algunas situaciones o algunas empresas). La cuestión sería más bien comprender que es solo a través de la figura de lo kafkiano y de lo quijotesco que tales situaciones y empresas devienen parte imaginable y usable de nuestra realidad. Algo así señala Borges en “Kafka y sus precursores”, cuando dice que algunos artistas 'crean' sus antecedentes: a partir de la lectura de Kafka podemos reconocer en escritores anteriores anticipaciones de “lo kafkiano” (algo así como su semilla), o incluso 'kafkianismos' avant la lettre; pero ello solo es posible gracias a que la obra de Kafka ha creado tal categoría, o más precisamente ha creado la posibilidad de experimentar ese aspecto de la realidad -de percibir y experimentar, en la realidad, lo que ella tiene de kafkiano, o de quijotesco-.

Todo lenguaje, como medio, modula y modela el mundo. La literatura, como metamedio, modula y modela el medio (el lenguaje). Pero también –y ello parece ser más importante– modula y modela la forma en que el lenguaje modula y modela el mundo. Vivimos un momento en que se discute mucho la manera en que los medios y tecnologías modulan nuestra forma de habitar el mundo. Entendiendo mundo en el más amplio sentido del término: desde aquel planeta sobre el cual las tecnologías de explotación de los recursos naturales operan (y al que quizás hayan acercado al límite de viabilidad del mismo en tanto hábitat de nuestra especie), pasando por el espacio social (en el cual ciertas tecnologías favorecen la comunicación a distancia por sobre la presencial, por ejemplo, transformando los modelos de interacción a nivel individual, familiar, vecinal, etc.), hasta aquel que refiere a nuestra percepción de lo real, el entramado simbólico que es el horizonte de nuestra percepción y nuestra experiencia de lo real (nuestro mundo es nuestra percepción del mundo). En un momento y unas circunstancias en que la cuestión de los medios y las tecnologías pasan a un primer plano, parece que un metamedio y metatecnología como es la literatura debería tener algo que decir/hacer al respecto. ¿No les parece?